Imagen de autoría desconocida. |
Al fin llegó la tarde del viernes, la vida estaba fuera de aquel instituto, que parecía encerrado en si mismo. Estaba fuera y estaba muy viva. Solo había que esperar a que cayese la noche o cayese el sol según se mire.
El ritual era recurrente, comenzaba en el suburbano. Por los intestinos de la ciudad Tomás podía observar un catálogo de seres variopintos, la mayoría se desplazaban con el mismo propósito pero con distinta estética, distinta actitud. Le encantaba este momento, a cada grupito o a los que como él iban solos les asignaba una zona de marcha. Estas niñas tan bien vestiditas y tan tontitas a Bilbao, estas otras también muy arregladitas pero con un toque alternativo a Alonso Martínez. El punky del fondo del vagón a la Plaza del 2 de Mayo. Seguramente se acabaría cruzando con él, en algún momento.
En Alonso Martínez emergía a la superficie y se dejaba caer hasta Malasaña, andando tranquilamente hasta la plaza del Madroño - nunca supo si era su nombre real, con lo fácil que hubiera sido comprobarlo - pero había otras cosas más importantes como la música que surgía de las guitarras de Alfredo y Joaquín, sus compadres de correrías nocturnas. Conseguían hacer un corro a su alrededor, donde las risas femeninas abundaban, la cerveza y el humo pasaban de mano en mano.
Joaquín había sufrido un flechazo en lo musical, le había dado por Extremoduro, sin tregua. Tenía ya muchas tablas con la guitarra, era mayor que sus colegas, y podría tocar mil cosas. Eran los tiempos del Agila, cuando empezaron a tener éxito a nivel comercial.
La siguió con la mirada hasta que desapareció. Pero la noche lo bueno que tiene es que no se acaba hasta que sale el sol. Nuestros ya queridos chicos, cansados del sedentarismo placentero (de plaza, me acabo de inventar el significado) deciden moverse, con muy poco dinero en los bolsillos, pero eso no era un problema mayor, con no acercarse mucho por la barra. La psicodelia del Chill Out, El Grial... El Sitio, ya en Chueca, era un lugar genial a altas horas de la madrugada. Con la gran ventaja de que ya estaban muy cerca de Cibeles y era fácil vislumbrar caras conocidas que habían hecho recorridos parecidos.
En Cibeles finalizaban estas noches, esperando al nocturno correspondiente. Los de nuestros tres protagonistas no coincidían, así que como este humilde narrador no es omnisciente, se queda con Tomás. Aquí volvía a desarrollarse un ritual, como al principio. Si ya estaba el bus había que esperar a que llegasen los que faltaban porque salían todos de golpe. Pero primero había que subir al bus como es obvio. Parece un detalle menor pero Tomas solía olvidar guardar unas monedas para pagar el billete y en verano no tenía abono. El conductor un hombre con barba, rechoncho y de aspecto agresivo inspeccionaba a todos los que en cola subían las escaleras, no sea que alguien osase colarse. No sabia muy bien como, pero nunca se quedó en tierra. Tampoco sabía cual era la señal, pero Tomás, ya un tanto perjudicado, flipaba con el instante en el que los buhos arrancaban y se dispersaban para conquistar todos los rincones de la periferia. En veinte minutos estaba en casa, era lo bueno que tenía "El Barbas" que iba a toda caña y se saltaba algún semáforo que otro.
Y así acababa este sueño nocturno, entrando silencioso en casa, buscando la cama.
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